domingo, 19 de febrero de 2017

Felipe VI, el mejor político de España / Ignacio Varela *

Las primeras noticias públicas sobre actividades ilícitas del Instituto Nóos y la implicación de Iñaki Urdangarin datan de 2006, cuando un diputado autonómico del PSOE denunció sospechosas adjudicaciones de contratos del Gobierno balear a favor de dicho instituto. La justicia tardó cuatro años en tomar cartas en el asunto, hasta 2010 no se inició la instrucción del caso. Urdangarin fue imputado en 2011 y Cristina de Borbón en 2013. 

En total, once años de escándalo público sostenido y siete de tramitación judicial hasta alcanzar una primera sentencia (y lo que nos espera hasta que el Tribunal Supremo resuelva los recursos).

Es insensato que tengan que pasar once años desde que se descubre un hecho presuntamente delictivo hasta que se dicta sentencia. Si además el caso compromete –aunque sea lateralmente– a la jefatura del Estado, un deterioro institucional tan prolongado resulta sumamente dañino. Sea culpable o inocente, ninguna persona tiene por qué sufrir una década de escarnio inquisitorial público antes de ser juzgada. ¿Quién devuelve hoy a la ciudadana Cristina de Borbón y a los otros diez absueltos estos once años de vida personal y profesionalmente destrozada? ¿Por qué a los seis años de condena penal el ciudadano Urdangarin ha tenido que añadir once más de condena civil previa?

No hay la menor esperanza de que alguien diga que las tres magistradas se han limitado a hacer honradamente su trabajo. Ninguna posibilidad de que la absolución de la hermana del Rey se deba simplemente a que es inocente en derecho, o de que la condena a Urdangarin sea la que se corresponde con los delitos cometidos. Oiremos y leeremos todas las interpretaciones, a cuál más arbitraria, más prejuiciosa y más iletrada (nunca mejor dicho). Todas, excepto la más sencilla y razonable. Aquí, tratándose de personajes públicos, todo lo que no sea instalar la horca en la plaza de la Cebada para solaz del personal se vive como una ignominia.

Pongamos algunas cosas en valor. Por ejemplo, que España es la única monarquía democrática que ha sentado en el banquillo a un miembro de su casa real, y les aseguro que no será porque otros familiares de reyes en Europa no hayan dado motivos. Pongamos en valor también que, salvando su inaceptable dilación, el juicio ha sido tan limpio y transparente como el que cualquiera de nosotros desearía para sí mismo (salvo, quizá, por el hecho de que quien ejerció la acusación particular haya resultado ser una organización mafiosa de manos bien sucias, lo que probablemente no ha beneficiado a quienes esperaban condenas más duras).

Y pongamos en valor –este es un buen momento para ello– la inteligencia política de Felipe de Borbón. Este Rey ha lidiado con situaciones tremendamente exigentes y comprometidas. Primero, los escándalos de la vida privada –y no tan privada– de su padre, que aún dan coletazos temibles. Segundo, un año de vacío de gobierno que lo puso en el ojo del huracán, obligado a tomar decisiones complejísimas para contribuir a desbloquear al país cumpliendo fielmente su limitada función constitucional. En aquella tesitura, además, los dirigentes políticos hicieron todo lo posible por ponérselo difícil y casi nada por ayudar.

Probablemente la familia Borbón esté hoy destruida sin remedio, pero eso no forma parte del análisis político. Lo que nos importa como ciudadanos es que la jefatura del Estado sale de este escándalo con su autoridad y su prestigio institucional intactos. Y ello se debe al tacto infinito con el que su titular ha manejado una situación endiablada.

Felipe VI ha dado una lección de talento político, de administración de la agenda y de las actitudes, a todos los partidos implicados en casos de corrupción. El PP ante el caso Bárcenas, el PSOE ante los ERE, Convergencia ante el 3%, incluso Podemos ante las acusaciones más o menos fundadas que recurrentemente afectan a alguno de sus dirigentes: todos ellos reaccionan de forma menos serena, más histérica e infinitamente más torpe que Felipe de Borbón en un caso en el que el menor error por su parte habría dañado a la institución de forma irreversible.

No sé –ni en realidad me importa– si este Jefe del Estado pertenece a la nueva o a la vieja política, pero está claro que sabe en qué consiste hacer buena política. Todo lo que le hemos visto desde el día que ocupó el cargo demuestra que conoce el oficio cien veces mejor que la colección de nuevos y viejos mediocres que componen la peor clase dirigente de nuestra historia democrática. Qué cosas nos pasan: resulta que el mejor político de España es justamente el que tiene su papel político más limitado por la Constitución.

Mientras se hacía pública la sentencia sobre su hermana y su cuñado, él inauguraba en Madrid una exposición de pintura junto a un mandatario europeo. La distancia justa, todo medido al milímetro, profesionalidad ante todo. Buen trabajo.


(*) Consultor político y experto en estrategias electorales y análisis de la opinión pública