Tras la lectura del libro de Ana Romero, Final de Partida, sobre la
última etapa de Juan Carlos, como rey y como persona, saco algunas
conclusiones. La más trágica, la que más me duele porque llevo la
libertad, la independencia del periodismo en mi ADN desde que empecé las
prácticas al final del régimen de Franco, es la complicidad de la
prensa.
Leo que desde que era príncipe, nuestro Rey Juan Carlos ha sido
todo un golfo. Siempre se ha comportado como un auténtico egoísta,
buscando sólo diversión y acercándose a amigos adinerados a los que
sablear. Y siendo la primera autoridad del Estado ha coleccionado
centenares de amantes despreciando, humillando a su esposa, la Reina
Sofía de Grecia, a la que le restregaba en público la querida de turno.
Y
en la prensa, que lo sabía, que lo fotografiaba, nada se decía. Nada se
publicaba. En la mayoría de casos por esa especie de pacto no escrito
entre los directores de los medios que ignoraban las golferías del Jefe
del Estado español. Vamos, como si de la familia Franco se tratara, sólo
que España no era ya una dictadura militar y la libertad de prensa
estaba respaldada por la Constitución.
Son
muchas las ocasiones que editores de revistas del corazón han comprado
fotos comprometidas, reportajes escandalosos de Juan Carlos para
guardarlos en el cajón del olvido y luego, quien sabe, utilizarlos para
obtener favores. Otras ocasiones, miles, son los propios directores que
reciben la llamada de Zarzuela solicitando que no se publicara tal o
cual información que en nada favorecía la imagen social del Rey de
España.
El Mundo de Pedro J. Ramírez era uno de los pocos que se
resistía a las presiones pero no obstante se resguardaba reproduciendo
lo que revistas italianas, o inglesas, publicaban de nuestro monarca que
lo fotografiaban en pelota picada, en algún yate, con la amante de
turno.
Fue a partir de Botswana, cuando nos
enteramos que nuestro Rey se dedicaba a matar elefantes en plena crisis
económica, con colas de miles y miles de españoles en los comedores de
Cáritas, que se terminó con esa complicidad. Nuestra primera autoridad
estaba por encima del bien y del mal. Para él no había crisis, ni había
nada que le impidiera irse de cacería a Africa junto con su última
amante, la denominada princesa Corinna.
La
prensa, los periodistas, los editores, han sido los cómplices durante
cuarenta años de los excesos de un monarca que ha disfrutado de quizá un
millar de amantes, y que se sabe que ha amasado una fortuna mil
millonaria. Cómplices de un mal ejemplo social y económico y que se ha
rodeado de una corte de empresarios que hacían negocios gracias al
tráfico de influencias que se emanaba desde la propia Zarzuela. ¿O no?