Así como el Belén representa una cosmovisión teológica de la Humanidad, la Monarquía encarna igualmente una proyección política y
antropológica del Hombre. En origen, la dinastía real por gracia divina,
representa una sociedad estructurada en base al derecho natural, pero
en una sociedad sin ilustrar, la Monarquía puede simbolizar mucho más
que una fisonomía política del Estado; puede llegar a convertirse en una
metafísica de lo real, de cómo debe entenderse la realidad.
Cuando Iñaki Urdangarin compareció por vez primera
ante la Justicia, sus gestos buscaban aún representar esa sonrisa
aquiescente a medio camino entre la deferencia de sangre azul y el
distinguido protocolo que diríase, derrama de gracia y hasta consuela a
un vulgo huérfano de toda distinción. Al socaire de un misterio que
conoce bien, aunque ignore su nombre, Urdangarín perseguía un último y
desesperado intento de seguir jugando a la caverna platónica, al ensayo
de la ceguera peninsular. Su "gracioso" gesto concedido a los allí
asistentes, aún de buena fe en aquella primera ocasión, conformaba el
mejor pasaporte para su defensa en las tertulias de un pueblo que
siempre encontró un sentido de lo decente en el saludo que la
aristocracia le regalaba por sus sufridas tareas.
En España la monarquía conformó el reflejo de una sociedad divinizada
(dignificada), refrendada en su platónica cosmogonía, no a la
deriva, sino revestida por Dios. Pero una verdad natural reivindica a la
vez un abstracto derecho natural de las cosas, la conservación de un
cierto neofeudalismo cultural: el mérito del rico, la culpabilidad del
pobre, la no transformación social, el servilismo histórico de no haber
dicho nunca "Basta". Un pueblo incapaz históricamente de refrendar su
monarquía, conservará siempre la sanción de su irracionalidad, la
negación de su animalidad, su no emancipación intelectual sin la que
no puede existir revolución moral y social completa.
En ausencia de revolución alguna que la vertebrase, el presupuesto sine qua non sobre el
que se forjó la idea de "España" no fue otro que la religión católica, y
con ella, una comprensión religiosa (idealista) de sus asuntos
temporales. Mientras en Europa la reforma protestante, la Ilustración y
las Revoluciones dibujaron paulatinamente nuevos contratos sociales
(monárquicos o republicanos) que definieron una determinada manera de
entender la nación y la política, los herederos estamentales de
España no encontraron nunca impedimento alguno para seguir
respondiendo de sus actos, sólo ante Dios.
Se conformó así lo que el materialismo denomina "el fetiche", un
exponente más del misterio idealista, el refrendo de una nebulosa
otorgada que no se discute. Desde cierta "sinrazón filosófica", la
ejemplaridad monárquica, aquella que se proclama sin demostrar, se
instaló como el genérico modo de obrar y de entender las cosas. Una vez
aceptada dicha visión, ya todo es posible; cuanto más cercanos a "la
gracia" y al poder, menos a la temporalidad de lo concreto. ¿Acaso es
compatible proclamar la "ejemplaridad real" desde la inmunidad
judicial y unos presupuestos opacos, blindados a la transparencia y no
sujetos al dictamen popular? Para una sociedad cautiva de razón, para
una comprensión del mundo viciada en origen, ello nunca representó un
problema.
La monarquía reinó secularmente en la Península sobre una sociedad
huérfana de ilustración, raptada por la vana ilusión. Su intangible
inviolabilidad revistió siempre la proyección idealista y la impunidad
de las clases dirigentes. Al socaire del principio monárquico, aquel que
no precisa rendir cuentas, como símbolo y exponente, se fraguó toda una
manera de entender la política y la gestión de lo público en aras
a la instauración del "no esclarecimiento", cuando no, de la desfachatez
y la in-justicia. Un idealismo fariseo cuyo insondable misterio
continúa hoy tomando misteriosa traducción legal preservando a los más
honorables de sus delitos y tropelías.