Lo de referirse a Corinna Sayn Wittgenstein como “la
amiga del rey” se empieza a parecer a eso de “murió tras una larga
enfermedad” que todavía se lee en las necrológicas de prensa: una forma
de no llamar a las cosas por su nombre. Hay variaciones, a cual más
audaz: “la amiga personal del rey”, “amiga íntima del rey”, “con quien
le une una estrecha amistad”; y al leerlas parece que vemos entre líneas
el guiño del periodista: “ya me entendéis, ¿eh?, amiga, je je”
Evitar llamarla, con todas las letras, “la amante del rey”, “la novia
del rey” o “la pareja sentimental del rey”, puede parecer una forma de
respeto a la vida privada, pero convendrán conmigo en que la relación
del jefe de Estado con esta señora tiene poco de privado por lo que
vamos sabiendo. Y además, yo respeto una vida privada cuando es, en
efecto, privada, sobre todo en los gastos, y no es el caso de la familia
real, cuya manutención, vacaciones, actividades deportivas,
operaciones, bautizos, bodas y comuniones llevamos años pagando directa o
indirectamente.
En todo caso, no me parece que el
tratamiento eufemístico sea en este caso una forma de respeto, sino más
bien una expresión de temor reverencial, la prueba de que no conseguimos
recuperarnos de la genuflexión con que todos hemos tratado al rey y
familia durante décadas.
El torrente reciente de
informaciones comprometedoras puede crear el espejismo de que se ha
acabado el blindaje, el tabú, que ya se puede hablar con toda libertad
de los asuntos del rey. Pero qué va: aparte de que el rey sigue estando
más que protegido por las leyes y por el establishment,
somos también nosotros los que no acabamos de desprendernos del
blindaje mental. Como suele pasar con la censura, que se acaba
convirtiendo en autocensura, también con el rey somos nosotros los que
nos callamos antes de que nos hagan callar, los que elegimos la voz baja
antes de que nos llamen la atención. Y por eso seguimos hablando con
sobreentendidos, entre líneas, con guiños, con guante de seda.
Fíjense en todo lo que vamos sabiendo del caso Urdangarín, por ejemplo.
Con cuenta gotas, y gracias sobre todo a la estrategia de un acusado
que tira de la manta (aunque haya trabajos periodísticos formidables
como el que hace aquí mismo
Alicia Gutiérrez). Sí, cada vez sabemos más, y huele peor, pero siempre
tengo la sensación de que, más que abrir la puerta para que se sepa
todo, están atrancándola como pueden, y lo que se acaba sabiendo es lo
que no hay como mantener dentro. Antes que transparencia, contención de
daños.
Pienso también en qué pasaría si nos
quitásemos el blindaje mental y sometiésemos al rey y familia a la misma
lupa rigurosa y al mismo foco potente con que observamos a otros; qué
pasaría si algunos medios sometiesen al rey al mismo marcaje estrecho a
que someten a sus adversarios políticos. ¿Se lo imaginan, el rey bajo el
mismo escrutinio a que son sometidos estos días Artur Mas y la familia
Pujol, o en otros momentos Alfonso Guerra y su hermano, Francisco Camps,
o hasta los líderes sindicales, de los que algunos cuentan vacaciones,
restaurantes favoritos y modelos de reloj? ¿Imaginan que nos dedicásemos
durante semanas a seguir al rey, a vigilar sus movimientos, con quién
va, con quién cena, qué hace en cada momento, qué compra, con quién se
reúne? Se achicharraría con tanta luz, es como una planta de interior
que siempre ha estado protegida.
O véanlo de otra
manera: tras dos años en que hemos tenido un yerno investigado, cacería
en África, amante, amistades peligrosas, viajes con negocios gordos por
medio, ¿cómo actuaría la prensa británica con esa munición, si fuesen la
reina Isabel o alguien de su familia los implicados? ¿Creen que se
andarían con tanta delicadeza? ¿Escribirían “la amiga del rey”?
Volviendo a Corinna, sabemos que su relación con el rey
es un “secreto a voces” desde hace años. Los correos entregados ayer
por el socio de Urdangarín son de hace ocho años. Casi una década de
“secretos a voces”, en que muchos estaban al tanto de cómo acompañaba al
rey en viajes oficiales, le organizaba la agenda, asumía funciones de
representación, era anfitriona de sus cacerías, le ponía en contacto con
hombres de negocios. Una década de ser “amiga del rey”, un asunto
privado del que no había nada que decir por ser eso, privado.
Así impidió la Mesa del Congreso el pasado abril que los grupos de
izquierda pudiesen preguntar al Gobierno acerca del viaje a Botsuana:
“afectan a la vida privada de la Casa Real”, explicó la vicepresidenta
del Congreso, Celia Villalobos.
Aquel día Izquierda Unida pretendía que el Gobierno respondiese a preguntas
como: ¿Quién ha nombrado a doña Corinna representante del rey? ¿Quién
la nombró “Consejera Estratégica” de la Delegación oficial española
conducida por el rey en Arabia Saudí? ¿Qué gestiones ha realizado doña
Corinna en nombre del monarca? ¿Qué papel ha jugado y a título de qué en
relación con las inversiones españolas en Arabia Saudí?
Preguntas que, como se ve, tienen que ver con la estricta vida privada
del rey y su “amiga”. Pero que son rechazadas, por lo que seguiremos con
los “secretos a voces”, y no es este el único que rodea al rey.
Volviendo al comienzo del artículo, déjenme acabar con el otro
eufemismo que mencionaba, el de la “larga enfermedad”. Hoy es la
monarquía la que padece una “larga enfermedad”. Aunque pocos se atrevan a
llamarla por su nombre.