Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que
abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos
los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero
firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas
de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y
burla. (Fragmento del artículo «España sin pulso», de Francisco Silvela,
publicado el 16 de agosto de 1898).
Dicen que el último
mensaje navideño del actual jefe del Estado fue de los más breves y
menos vistos. Pero, más allá de datos estadísticos, se diría que, entre
todos los tópicos que se plantearon en su alocución, sólo encontró
asidero en lo que llamó Política con mayúsculas, aquélla que, según el
Monarca, tuvo lugar en la Transición. Lo que sucede es que, ¡ay!, de una
encrucijada no se sale añorando un tiempo idealizado, sino con pulso
para el rumbo a seguir y con impulso para hacer frente a los desafíos y
exigencias del momento. Y en el discurso regio no se percibió ni lo uno
ni lo otro.
Este país no sólo está sufriendo una crisis
económica brutal, sino que además asiste, cada día más indignado, al
espectáculo de una mal llamada clase política que, ante el paro
desbocado y la pobreza creciente de la ciudadanía, no renuncia a sus
privilegios y no se dispone seriamente a poner punto y final a la
corrupción. Ante ello, el malestar es inevitable.
Y, por otro lado, si
la misión de las instituciones es preservar los derechos de los
ciudadanos, alguien tendría que preguntarse a qué están esperando los
grandes partidos para poner freno de verdad a los desahucios y también
para obligar a las entidades bancarias implicadas a devolver los dineros
de unos clientes que, confiados en las susodichas entidades, destinaron
parte de sus ahorros a unos productos financieros ruinosos.
El
silencio del jefe del Estado ante esos dramas es una de las muchas
pruebas de esa falta de pulso e impulso de la Corona, que, dicen, reina,
pero no gobierna, lo que no impide que muestre sus preocupaciones. Y es
que (perdón por la perogrullada) una situación dramática exige mucho
más que tópicos y consignas.
Una situación dramática, digo,
que no sólo se queda en la crisis económica y en la simonía que no se
combate lo debido en la vida pública, pues el problema territorial añade
conflictividad y, lo que es peor, pesimismo generalizado.
Lo
políticamente correcto, de lo que participa el Rey, deja muy claro que
la Transición fue un tiempo idílico y que la Constitución del 78 plasmó
aquella perfección. El problema catalán, sin embargo, demuestra que en
el reinado de Juan Carlos I no se hizo realidad aquello que dejó escrito
Ortega de que un país es «un sugestivo proyecto de vida en común».
Los
hechos apuntan lo contrario. Y, ante esto, convendría no incurrir en la
vulgaridad de echar todas las culpas del mundo a los partidos políticos
catalanes que apuestan por la secesión, pues su discurso no deja de ser
el reflejo, todo lo oportunista y demagógico que se quiera, de la
voluntad política de una gran parte de la ciudadanía catalana.
La
situación, insisto, es dramática. Y, ante ello, en el caso de la
vertebración territorial de España, no valen los tópicos de que hay que
sumar. Lo que hace falta es valentía y arrojo, poniendo de manifiesto
una irrenunciable voluntad de entendimiento, o instando a ello.
Cierto
es que la mal llamada clase política, también en Cataluña, es parte
importante del problema; pero eso no es un argumento para despachar la
cuestión con topicazos del tres al cuarto.
Desde la Transición
a esta parte, nunca estuvo tan claro que la mal llamada clase política
forma más parte del problema que de la solución. Nunca estuvo tan claro
que el momento presente hace recordar a muchos ciudadanos aquel artículo
de Ortega en el que planteaba a los españoles que el Estado debería ser
reconstruido por ellos, pues la España oficial lo había hundido.
Y,
a propósito de la Transición, sin ánimo de conceptuarla de forma
demoledora, es innegable que el actual estado de cosas es en no pequeña
parte consecuencia de la arquitectura política que se construyó
entonces, arquitectura política que resiste ser comparada en cierto
sentido a la Restauración canovista, con un sistema bipartidista en el
que el PSOE asumió el papel de partido dinástico y sagastino. Sistema
bipartidista que hoy, como hace cien años, agoniza.
Lo que la
Monarquía implora está muy lejos de sintonizar con el dramatismo del
momento actual. Y, en todo caso, la Política con mayúsculas nunca
engendró un sistema político corrupto con sus vasos comunicantes entre
partidos e instituciones. Faltan goznes para un análisis sostenible y
sostenido.
Y, a día de hoy, la Monarquía y España están sin pulso y sin impulso.
(*) Profesor de Lengua y Literatura, doctorado en la Universidad de Oviedo