La Monarquía vive en España una
situación crítica que reclama a gritos una reforma. Es una institución
curiosa: tan visible como poco transparente, tan popular como, en
realidad, escasamente comprendida por el común. Se trata de una figura
históricamente potente en nuestro país, donde, salvo en breves y
azarosos periodos, ha habido un Estado débil con una Monarquía fuerte.
El diseño constitucional actual de la Corona configura, sin embargo, una
Monarquía particularmente embridada, con competencias modestas y
tasadas, actuadas siempre a propuesta de otros órganos (actos debidos) y
refrendadas por el Gobierno.
El monarca es jefe del Estado, esto es, le
representa globalmente y de ahí su importancia en las relaciones
internacionales y también que los actos más importantes procedentes del
resto de órganos constitucionales (la Ley del Parlamento, los decretos
del Gobierno, las sentencias del Judicial, etcétera) deban contar con su
participación, normalmente, vía firma. Con la sanción de las leyes, por
ejemplo, el Rey “estataliza” uno de los actos más relevantes de uno de
los poderes más importantes, el Legislador. Y así con los actos más
importantes del resto de poderes.
Su posición constitucional es cercana a
la de los otros monarcas parlamentarios, pero también a la de los
presidentes de las repúblicas parlamentarias, como Alemania o Italia. Lo
más parecido (en cuanto a los poderes) a un rey del siglo XIX no es un
rey del siglo XXI, sino un presidente de una república presidencialista,
como Estados Unidos, por ejemplo.
Pero las competencias mencionadas y las
que se reconocen expresamente en los artículos 62 y 63 de la
Constitución apenas explican el capital papel del Rey en el sistema
político. No estamos hablando de un funcionario, aunque sea de alto
standing.
De la jefatura del Estado derivan las limitadas competencias
jurídicas de las que venimos hablando, pero también y sobre todo
interesantes funciones simbólicas. El propio artículo 56 CE, el que
define la posición del Monarca, lo describe como “símbolo” de la unidad y
permanencia del Estado. Precisamente este carácter simbólico de la
institución es hoy su punto fuerte. Paradójicamente, ser una
magistratura no de poder, sino de influencia y persuasión, no de
potestas, sino de auctoritas, le ha sentado fenomenal para sobrevivir en
un régimen democrático, donde todo poder tiene que tener una
legitimidad de origen (elección) y otra de ejercicio (control).
Para
poder ser admitida entre las instituciones democráticas, la Monarquía,
que no es electiva ni está sometida a control, solo puede hacer una
cosa: no tener poder. Sin embargo, paradójicamente, la draconiana dieta
de poder le ha permitido a la Corona ganar peso político. No sorprende,
por ello, que sea normalmente una de las instituciones mejor valoradas
por la opinión pública. El jefe del Estado no se quema políticamente
tomando decisiones en las que unos ganan y otros pierden; al revés, su
posición imparcial y permanente en el sistema le hace ganar prestigio
proporcionando serenidad, equilibrio y continuidad más allá de la
extenuante lucha partidista.
Ahora bien, esta impronta simbólica de
la Monarquía la hace, al mismo tiempo, extraordinariamente vulnerable.
El secreto de su éxito es su potencial punto débil. La Monarquía se
alimenta de la confianza ciudadana de un modo más acuciante que el resto
de instituciones porque los titulares de estas pueden ser cesados,
sancionados o no reelegidos, pero el rey no. La Monarquía se somete a un
plebiscito popular diario de aprobación. El susurro de hoy puede ser el
estallido de mañana. En este contexto se plantea la actual crisis
política, por razones bien conocidas, imputables unas al Monarca y su
familia, y otras al momento del país, que ya no está para aceptar
acríticamente lo que hagan sus actores políticos. Después de la crisis,
la ejemplaridad ya no es una opción.
Por la peculiaridad de nuestra
Transición política, sobre todo por el hecho de que fuera el Monarca y
no una asamblea democrática quien controlara el proceso, por lo menos
hasta las elecciones de junio de 1977, nuestra Constitución, que no
configura, como se ha dicho, una Corona potente desde el punto de vista
de las competencias jurídicas, sí la blinda, sin embargo, de eventuales
reformas y, por supuesto, de una temida posible abolición, a través del
camino casi intransitable de la reforma más agravada prevista en el
artículo 168 CE. Este blindaje jurídico, esta hiperrigidez, se acaba
volviendo en contra de la institución al obstaculizar en demasía
reformas necesarias como la de la supresión de la regla de preferencia
de los varones sobre las mujeres en el orden sucesorio.
A este
extraordinario blindaje jurídico que ofrece nuestra Constitución, se fue
sumando más tarde un blindaje político aún mayor, que tendría dos
rostros, la conspiración de silencio mediática en torno al Rey y los
suyos y la pasividad de nuestros actores políticos a la hora de regular
la institución, a pesar de que, por ejemplo, el artículo 57.5 CE remite a
una ley orgánica (que nunca se ha llegado a dictar) las abdicaciones,
renuncias y cualquier duda sobre el orden sucesorio. Posiblemente, con
todo ello se pretendía no llamar la atención sobre la institución para
no crear problemas donde aparentemente no existirían. La discreción
parecía sentarla muy bien.
Pero las instituciones, para
evolucionar, para adaptarse a los tiempos cambiantes, y mucho más si son
difíciles, no pueden moverse con tanto blindaje. El peso de la armadura
no las permite avanzar.
Hace falta introducir cambios, pero ocurre que,
también paradójicamente, esos cambios, incluso inducidos en algunos
casos por errores propios, ofrecen a la Corona, una vez más, una
oportunidad de supervivencia y de recuperación del prestigio perdido. La
Monarquía como institución es una especialista en supervivencia porque
existía antes de que ni remotamente hubiera Estados o que fueran
democráticos. El velo de silencio periodístico ha sido, por fortuna,
irrevocablemente levantado, pero es preciso ir más allá. La tramitación
de la Ley de Transparencia es una magnífica ocasión para la institución;
el Monarca debería ser el primer interesado en someter su actividad a
la opinión pública.
Hay que hacer reformas en casa: hay que poner
paredes de cristal en La Zarzuela (y en cualquier otro edificio público o
que reciba fondos públicos, porque la democracia perece detrás de las
puertas cerradas). El Rey y los actores políticos debieran comprender
que, más allá de la coyuntura actual con la peripecia de hechos
conocidos, es el propio modelo de Monarquía blindada de los últimos
decenios la que ha entrado en una crisis sin retorno. Por otro lado, el
caso Urdangarin ha mostrado abruptamente la imperiosa necesidad de
regular legalmente el estatuto de la familia real.
Esta carencia ya
había sido advertida desde hace mucho tiempo, sin éxito, por la
literatura constitucionalista española, sobre todo en relación con el
estatuto del príncipe de Asturias a partir de los trabajos de Antonio
Torres del Moral. No tiene sentido, creo, mantener el viejo esquema de
la Monarquía blindada, que, en la actualidad, la convierte en una figura
vergonzante y a la defensiva. El ritmo del cambio no puede provenir de
la página de sucesos procesales penales o de la prensa rosa.
La Corona
española ha atesorado muchos argumentos a su favor, pero para sostener
su autoridad no es suficiente el historial de servicios prestados. La
transparencia y la regulación legal de la institución no debieran ser
vistos como una concesión a los escándalos o un simple cortafuego
político, aunque, en parte, es innegable que lo son. Ni mucho menos como
una derogación de autoridad, sino justo lo contrario, como la condición
necesaria, aunque no suficiente, de su recuperación. La institución
debe despojarse de su pesada armadura y en esta tarea es responsable no
solo el Monarca, sino fundamentalmente el Gobierno y el Parlamento.
(*) Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid