No se puede reinar inocentemente, Saint-Just
"No puedes ser gángster a medias, Nucky", Boardwalk Empire
Vivimos en un reino sin memoria. Sin memoria, sentido democrático, ni
razón. Un reino autonómico, caprichosas taifas cafeteras, cuya Historia
reciente se oculta -ignoro la intención- a las nuevas generaciones.
Resulta sorprendente, al menos para cualquier observador neutral, que el
“motor del cambio”, uno de los artífices de la denominada Transición y
garante de las libertades públicas, el rey, Juan Carlos I, primus inter pares,
siga siendo una figura de consenso.
Que la actual monarquía española
tenga su origen jurídico, fundamento moral y legalidad institucional en
La Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947, una de las ocho
Leyes Fundamentales del franquismo parece, hoy en día, un hecho menor,
anécdota, cuando debería ser esencial para su cuestionamiento
democrático por parte de una moderna sociedad civil.
Redactada por Carrero Blanco (asesinado luego por ETA, con complicidad -no probada- nacional e internacional, cuando era presidente del Gobierno, el 20 de diciembre de 1973), esta norma declaraba, en su artículo 1, y no sin cierta malicia semántica, que "de acuerdo con su tradición España, un estado católico, social y representativo (sic), se constituía en Reino". El artículo 6 diseñaba la arquitectura del futuro, la estrategia global del general africanista, afirmando que el "Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde" podía proponer a las Cortes la persona que debía sucederle, a título de Rey o Regente.
Redactada por Carrero Blanco (asesinado luego por ETA, con complicidad -no probada- nacional e internacional, cuando era presidente del Gobierno, el 20 de diciembre de 1973), esta norma declaraba, en su artículo 1, y no sin cierta malicia semántica, que "de acuerdo con su tradición España, un estado católico, social y representativo (sic), se constituía en Reino". El artículo 6 diseñaba la arquitectura del futuro, la estrategia global del general africanista, afirmando que el "Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde" podía proponer a las Cortes la persona que debía sucederle, a título de Rey o Regente.
Años
después y tras idas y venidas entre los adláteres del régimen y don
Juan, padre del actual monarca, residente en la alegre villa portuguesa
de Estoril, el 22 de julio de 1969 las Cortes franquistas nombraron a
Juan Carlos de Borbón sucesor de Franco, saltándose la línea dinástica,
jurando el príncipe heredero -entiendo que por imperativo legal- los
principios generales del Movimiento Nacional. No es cierto, como
sugieren las malas lenguas, habladurías, que la madrugada del 23 de
febrero de 1981, el día de su consagración mediática, el rey, bajo el
uniforme, llevara puesto el pijama. No es cierto.
"Lamento mucho que Don Juan de Borbón se haya hecho incompatible con el
régimen; tú sabes bien que siempre pensé en él para que en su día fuese
coronado y por esto no le permití arriesgar su vida cuando quiso venir a
luchar con nosotros para salvar a España. Tengo esperanzas de que, dado
su patriotismo, en el momento oportuno aceptará renunciar a favor de su
hijo, y que éste prestará juramento comprometiéndose a respetar y a
hacer cumplir las leyes fundamentales y los postulados del Movimiento".
Así -cinco años antes de la designación oficial de Juan Carlos- y con la
tosca claridad del cuartel, se justificaba Franco, un lejano 20 de
abril de 1964. Palabras recogidas en Mis conversaciones privadas con Franco,
de Francisco Franco Salgado-Araujo (Planeta, 1976, pág. 420), parece
evidente que el caudillo había diseñado el esquema sucesorio.
Aunque escasos, la frágil modernidad patria les ha pasado por encima,
es justo reconocer que aquellos que consideraban (y siguen considerando)
a Juan Carlos I y, por extensión, al neoausente Adolfo Suárez, traidores al Régimen del 18 de julio, tienen sus razones.
Elegido diputado a los 21 años y ejecutado a los 26, estratega militar,
político, redactor de un proyecto de Constitución, brillante orador,
Saint-Just es uno de los dirigentes de la Revolución francesa más
vilipendiados y desconocidos. La violenta ignorancia -le llamaban el
"arcángel del terror"- sobre su pensamiento y acción (el desprecio del
neoliberalismo) solo puede ser comparada con la potencia destructora de
las críticas que sobre él -y sobre la minoría de la Montaña
(minoritarios, a su vez, entre los jacobinos)- se han vertido.
Convencido republicano, poco partidario del Estado (una de las primeras
fuentes de opresión), Saint-Just creía que una decidida sociedad libre
-incluidos los magistrados- debía autorregularse, es decir, constituirse
en organismo vivo, determinante, de participación directa.
En aquel fugaz espejismo alternativo que fueron los Foros Mundiales -el Pueblo de Porto Alegre- latía el genial grito de los montagnars,
partidarios de la libertad en marcha. Su actualidad, visto el
descrédito de las instituciones y de la política de gestos y espejos, se
hace evidente. Sirva, pues, al menos como introducción, la selección de
sus escritos hecha por Carlos Valmaseda, “La libertad pasó como una
tormenta” (El viejo topo, 2006). Que no se pueda encontrar en castellano
traducción de la mayoría de sus obras y discursos (sigo la edición
francesa completa, Folio, Gallimard, 2004, 1.248 páginas), da muestra
del desinterés de nuestra cultura política por el proceso revolucionario
francés, que acabó, entre otras cosas, y para siempre, con la monarquía.
El 13 de noviembre de 1792, ante la Convención, un resuelto Saint-Just,
exclamará: Todo rey es un rebelde y un usurpador”. Aux armes, citoyens / formez vos bataillons, dice la vigorosa letra de La Marseillaise.
"Yo tengo la esperanza, y en ella confío, que el príncipe Don Juan
Carlos en el momento oportuno dará su conformidad oficial a la ley de
sucesión y prestará juramento de cumplir y hacer cumplir, como rey de
España, los principios, postulados, leyes, etcétera, del Movimiento
Nacional del 18 de julio. Sin esto, su nombramiento no sería propuesto,
ni aprobado por el Consejo del Reino. El comportamiento de este príncipe
y de su esposa, la princesa Sofía, mantiene mi esperanza de que,
llegado el momento de la decisión, se mantenga de lleno al lado del
espíritu nacional de la memorable fecha citada. Ellos viven en contacto
con el pueblo y están enterados de sus aspiraciones y esperanzas, lo
cual les servirá de enseñanza para el futuro". ( Mis conversaciones privadas con Franco.
Francisco Franco Salgado-Araujo; Planeta, 1976, pág. 420). El dictador
insiste, el mismo 20 de abril de 1964, y continúa ante su interlocutor,
un ejercicio de prospectiva. Juan Carlos será leal, creía Franco, al
Régimen al que había jurado fidelidad.
¿En qué se
basaba Franco? ¿Qué pensaba, en realidad, de Juan Carlos? Estas y otras
cuestiones quedarán sin respuesta. Sin embargo, que Franco depositó una
parte de su régimen en manos de Juan Carlos es obvio; que las Cortes
franquistas lo sancionaron, también; que el monarca giró hacia
posiciones diferentes es indudable; que este proceso se hizo con el
acuerdo de EE UU, evidente. Está visto que la estratagema del monarca
-su padre, don Juan, renunció a los derechos dinásticos el 14 de mayo de
1977- ha dado excelente resultado ya que sigue ocupando el trono regio
décadas después sin que su figura, por errores que cometa, haya sido
cuestionada. Basta observar el vídeo de la renuncia de Don Juan,
heredero de Alfonso XIII, para entender las complejas relaciones entre
ambos.
Procesado y condenado, Luis XVI de Francia fue guillotinado el 21 de enero de 1793. Cuando lo crea conveniente o debido a triste hecho biológico,
la corona (re)instaurada por Franco pasará de forma natural a Felipe de
Borbón y Grecia, su hijo. Permítaseme recordar, sin ironía, que en la
línea sucesoria, Juan Valentín Urdangarín y Borbón, grande de España,
primogénito de la infanta Cristina, ocupa el octavo puesto.
¿Es posible, pese al Título II de la Constitución de 1978, considerar
legítima, moral, histórica y jurídicamente, una monarquía (re)instaurada
por una dictadura nacional-católica? ¿Es el rey Juan Carlos, pese al
Titulo II de la Constitución de 1978, como diría Saint-Just, un
"usurpador" (de los legítimos derechos dinásticos de su padre, Juan de
Borbón), al haber sido designado directamente por el dictador y haber
negado éste, en uso de su criterio y de la Ley de Sucesión de 1947, la
línea dinástica que debería haber concedido el trono a su padre,
heredero de Alfonso XIII? ¿Estaba Franco, con la designación del
príncipe como futuro rey, vulnerando la tradición de la corona española?
Pese a los escollos que plantean de estas cuestiones doctrinales, urge
destacar la comunión simbólica existente entre una parte mayoritaria de
la ciudadanía y "su" monarca. ¿Cómo explicar esta relación? ¿Es cierto
que, como se repite, la mayoría natural es juancarlista y no monárquica? Tratemos de acercarnos a este punto.
Uno de los principales problemas que tuvo que afrontar el "segundo"
franquismo, el que arranca con el Plan de Estabilización de 1959, era la
creación de una clase media que soportara el peso económico del país.
Esa emergente clase social, que ya no es hija directa de la guerra, va a
encontrar en la figura de príncipe, y su discreta esposa, un referente
de usos y costumbres.
Rey sin corte ni boato, Juan Carlos entendió,
Franco lo había adivinado, su proximidad con la ciudadanía, debido tanto
a su aparente bonhomía (la mítica "campechanía" de los borbones), como a
una especie de asimilación de las aspiraciones pequeñoburguesas de las
clases medias que empezaban a disfrutar, pasadas las penurias de la
posguerra, de un incipiente bienestar económico: cierto poder
adquisitivo, moderado pero constante consumo doméstico, primeros
automóviles, segunda residencia mediterránea, etc.
La aniquilación del
tejido socio-asociativo, que tanto favoreció la implantación transversal
del franquismo como sistema autoritario, con el corporativismo
nacional-católico como base ideológica, produjo, desde el mencionado
giro económico de 1959, una anómala situación ya que el proyecto
interclasista de la tecnocracia emergente -Franco cedió pronto el mando
económico quedándose con la representación política y el orden policial-
carecía de referente social.
El poder
institucional, único, se apoyaba en el terror ejercido por una amplia
red policial -desde los serenos con chuzo a la Brigada Político-Social- y
en la omnipresencia de cancerberos militares y religiosos. Las
funciones estratégicas de estas fuerzas de choque eran claras. Mientras
los militares, vencedores en el campo de batalla, aseguraban la verdad histórica revelada y
la cohesión nacional, la vanguardia religiosa garantizaba la rectitud
moral y la educación. Con la cartografía en la mano, a la tecnocracia
-necesitada de articular una estrategia contable capaz de vencer el
aislacionismo- le faltaba una pieza: una clase protoconsumista que
impulsase la demanda interna y fuera capaz de pasar de la caduca
estructura productiva, casi autárquica, al novedoso sistema económico.
Impulsada por el INI, un pluriempleo, en muchos casos, de la casta
militar, y las grandes corporaciones bancarias; ayudada por las
inversiones extranjeras, el crecimiento del turismo, el dinero
procedente de la emigración europea y el control sobre la masa salarial,
la tecnocracia dirigió la renovación con mano de hierro, única manera
de asegurar la pervivencia jerárquica de su casta. El príncipe y sus
asesores entendieron pronto el cambio social que se estaba produciendo
y, lejos de arrogarse un estatuto de superioridad, hubiera sido un
error, supo ser un "español más", dispuesto, según se repetía, a arrimar
el hombro en beneficio de todos. Esta identificación con la clase
consumista, su consagración el 23-F y el papel, asignado por el PSOE de
1982, como primer embajador de la democracia española, han hecho de su
figura algo indisociable de la democracia española: el rey de las clases
medias.
"Lo siento mucho. Me he equivocado y no
volverá a ocurrir", declaró el monarca, el pasado 18 de abril de 2012, a
la salida del hospital después de su accidente de caza en Botsuana.
Juntos desde 1969, cuando fue designado sucesor a título de rey, Juan
Carlos y su clase media –ya jubilada, igual que debería estar el rey- a
la que con tanto aplomo ha representado y con la que, además, ha
coincidido generacionalmente, han caminado muchos años -la mayoría
gobernados por el PSOE, el más monárquico de los partidos nacionales- en
perfecta simbiosis: la cercanía produce el cariño y, por extensión,
todos los perdones.
Aceptemos, aunque sea como
hipótesis, que Juan Carlos I ha cumplido su rol moderador y ha
contribuido al tránsito de la dictadura a la democracia. ¿Es necesaria,
una vez consolidadas las instituciones de la democracia de mercado que
esta forma de Estado, hija de la arbitrariedad legislativa de Franco, se
perpetúe en la figura de Felipe de Borbón? ¿Esta dispuesta esta nueva
sociedad neoliberal, precarizada, individualista, dueña de valores
mutantes, ajena a las penurias de la guerra 1936-1939, a un nuevo pacto
que facilite, sin sobresaltos, la sucesión dinástica? ¿Tiene Felipe de
Borbón una clase emergente, cercana, complaciente, dispuesta a ser su
sustento social?
"Si se aplica bien la ley de
sucesión el pasado no volverá, y la futura monarquía contribuirá a la
grandeza de España y será una garantía de que no se podrá retroceder a
las situaciones que superamos y rechazamos en nuestra guerra. La nueva
constitución monárquica, basada en la ley de sucesión y en los
principios fundamentales del Movimiento, tendrá fuerza suficiente para
que sea respetada, y la flexibilidad necesaria para irse amoldando a las
necesidades futuras de la nación". Desde luego, no cabe duda, Francisco
Franco acertó una vez más, con los matices que se quiera, el 4 de
febrero de 1965 hablando, con uno de sus hombres de confianza, Pacón
(Francisco Franco Salgado-Araujo), en el libro citado.
Como recoge Joan
E. Garcés en su definitivo estudio, Soberanos e intervenidos
(Siglo XXI, 1996), el presidente Nixon quería asegurarse una transición
pacífica en España. "El dictador dio garantías a Nixon de que seguiría
el curso previsto: la sucesión se llevará a cabo en orden. No hay
alternativa al Príncipe". Atado y bien atado, se comentaba, pero no por
el caudillo, precisamente.
Un recordatorio de hemeroteca: en el primer
viaje de Juan Carlos a EE UU, junio de 1976 -siendo Arias Navarro Jefe
de Gobierno, llamado el carnicero de Málaga por su
actuación como fiscal en los consejos de guerra franquistas-, declaró
en el Capitolio de Washington: "La Corona asegurará el acceso al poder
de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo
libremente expresados". EE UU aplaudió. Nixon y Vernon A. Walters, entre
otros, habían puesto letra de oro al himno de la España moderna. Atado y
bien atado. Ahora sí. Tengo sobre la mesa una moneda de cien pesetas,
acuñada en 1975. En el anverso se ve a Juan Carlos I y se lee, Rey de
España. En el reverso, el escudo del Águila. Siempre fue la numismática
disciplina peligrosa.
Enfrentado a hebertistas y dantonistas,
Saint-Just, una de las cabezas políticas más importantes de la
modernidad, fue detenido por mandato de la Convención durante los días
de la reacción termidoriana. Demócrata radical, leal hasta el final a
Robespierre, crítico de la monarquía y sus privilegios, debería ser
considerado un símbolo de la democracia, cuando esta se constituye en
poder soberano.
Lejos de la intención de este repaso
histórico establecer impropios paralelismos entre España, 2012, y
Francia, 1793-1794. Saint-Just fue ajusticiado. "Los que hacen las
revoluciones en el mundo, los que quieren hacer el bien, solo deben
dormir en la tumba", decía, joven y arrogante, en octubre de 1793. Su
destino estaba escrito, no en las estrellas, sino en los cuadernos de
sus enemigos.
Juan Carlos I ha cumplido con creces,
incluso con actuaciones sobresalientes, las misiones institucionales que
tanto Francisco Franco como la democracia parlamentaria le han ido
asignando. Juró, seguro que pensando en el futuro interés general, los
Principios del Movimiento y, después, por la misma razón, la
Constitución de 1978. Aclamado por todos, incluidos los historiadores
más críticos, su figura es reconocida por los servicios prestados a la
causa de la armonía común. Juan Carlos I ha entrado en la historia de
España, es Historia de España, por méritos propios y ocupará un lugar
destacado.
Hora es de que rinda al Reino de España, país al que tanto
ama, un último y definitivo servicio, igual que hizo su padre, don Juan,
cuando renunció, por el bien común, al legítimo derecho dinástico que
le correspondía: impedir que la afrenta de su sucesión se perpetúe.
Aunque solo sea por anacrónica e innecesaria. Aunque sea solo por evitar
a su hijo y sucesor el mal trago de no encontrar el respaldo popular,
la base social, que él halló y supo mimar.
Desaparecido, el fantasma de Saint-Just recorre a caballo el norte de
Francia, escribe María Toledano. La ley y la sangre le acompañan.
(*) Editor. Estudió Derecho y Filosofía y amplió sus estudios en París y Milán, interesándose por el marxismo clásico y la sociología política y cultural. Director de Ediciones Península (sello en castellano de Grup 62), especializado en ciencias
humanas y sociales, especialmente en filosofía e historia.