El año 1625 fue un año mágico para la Monarquía Hispánica de
Felipe IV, un coloso en el que nunca se ponía el sol, pero que se
sostenía sobre pies de barro. Ese año todo salió bien a pesar de que la
vuelta a la guerra en Flandes, los constantes ataques holandeses hasta
en los lugares más remotos del imperio y la eterna crisis financiera
ponían en peligro la hegemonía hispánica. Pero el nuevo rey y su valido,
el Conde Duque de Olivares, tenían un plan para recuperar lo más
preciado para ellos en el mundo: la reputación.
Aunque a primera vista había heredado un coloso impresionante e
invencible, Felipe IV tenía un serio problema mantener la viabilidad de
su imperio que heredó de su padre, Felipe III, en 1621. Sus posesiones
abarcaban las coronas de Castilla, Aragón, Portugal, el Reino de Nápoles
y Sicilia, Milán, Flandes, el Franco Condado en Francia, e inmensas
colonias en América y en Asia que le proporcionaban oro, plata y
especias.
Sin embargo, este imperio sufría por lo mismo que parecía invencible:
su inmensidad y heterogeneidad impedían un gobierno coherente y
centralizado. Cada reino y corona, aunque tenía al mismo monarca,
mantenía sus peculiaridades tanto culturales (idiomas, costumbres) como
legales, con cortes propias, las únicas instituciones con capacidad para
aprobar la recaudación de los impuestos. Estos necesarios para pagar a
los soldados que defendían y mantenían unido al imperio, y no todos los
territorios estaban por la labor de imponer unos impuestos altos a sus
súbditos.
Esto dejaba poco margen de actuación al rey, pero su valido –lo que
en el futuro se conocería como Primer Ministro o algo parecido- tenía un
plan: recuperar la “reputación” de la monarquía y, a través de ella,
imponer una reforma política que unificara paulatinamente a los
diferentes reinos. Mejor dicho, que repartiera mejor los esfuerzos
fiscales del conjunto del imperio entre las zonas que en ese momento
apenas contribuían al coste de las guerras y las que, como Castilla,
estaban casi arruinadas.
Para empezar, Olivares ideó un eslogan para Felipe IV con la idea de
que su figura trascendiera la de sus reinos. Ya no sería el rey de
Castilla, Aragón, Portugal, etc. Simplemente se haría llamar el “Rey
Planeta”. Toda una declaración de intenciones de un joven monarca que al
llegar al trono sólo contaba con 16 años.
Pero este título universal necesitaba un lugar apropiado y digno
donde centralizar su poder. Para ello recuperaría la corte en Madrid,
tal y como la había establecido su abuelo Felipe II, aunque le añadiría
un palacio monumental, con unos jardines inmensos y unas salas de
recepción que impresionaran a los embajadores extranjeros: el Palacio
del Buen Retiro. Todo un decorado para la gran representación del “Rey
Planeta”.
La reputación ya tenía un lugar, ahora necesitaba un contenido, y
este se lo debían dar las armas. Y las victorias llegaron, todas a la
vez y el mismo año. En 1625.
La primera fue en Brasil contra los holandeses. La Monarquía
Hispánica y Holanda habían vuelto a la guerra en 1621, poco antes de la
subida al trono de Felipe IV, tras una tregua de doce años. En ese
periodo ambas partes se habían beneficiado de la paz, pero los
holandeses más. Estaban ganando cada vez más riquezas y fuerza, y el
sueño católico de tiempos de Felipe II de vencer y recuperar ese
territorio de Flandes para la corona y la Contrarreforma se iba
alejando. Además, el éxito comercial holandés les llevó a todo el mundo,
incluidas las colonias hispánicas y portuguesas, convirtiéndose en
duros competidores. La reputación del imperio estaba en juego, y al
final se volvió a la guerra.
Los holandeses atacaron aquellos lugares que les parecían
estratégicos, y uno de ellos era la costa de Brasil. Esta colonia
portuguesa, mal defendida, era un lugar perfecto donde comenzar la
propia expansión en el nuevo mundo. Así, en 1624 Holanda conquistó la
ciudad de Salvador de Bahía. Pero la respuesta no tardó en llegar. El
mismo año una expedición hispanoportuguesa llegó a Bahía y la recuperó
en poco tiempo, en mayo de 1625.
Victoria en Flandes
La siguiente victoria también fue contra los holandeses, pero en su
propia casa. El 5 de junio de 1625 cayó Breda, la impresionante
fortaleza en el corazón de Flandes. Fue una victoria importantísima,
sobre todo por el dinero que se ahorró. En los siglos XVI y XVII la
guerra había cambiado mucho y apenas se daban batallas campales. La
presencia de cañones y mosquetes encarecían muchísimo las guerras que
llevaban a cabo mercenarios muy caros también. Las ciudades se
atrincheraron tras anchísimas ciudadelas y fortines que solamente se
podían conquistar tras largos y costosísimos asedios de final incierto.
En Flandes, un territorio pequeño y plagado de ciudades, esto suponía
que había una fortaleza cada pocos kilómetros. La única opción era
conquistarlas de una en una, algo que siempre se sabía cómo empezaba
pero nunca cómo terminaba. Tenían las mismas posibilidades de éxito
asediados como asediadores. Las enfermedades, el hambre y la falta de
paga podían dar al traste y deshacer a todo un ejército. Ambrosio de
Spínola, el comandante genovés al servicio de Felipe IV en Flandes lo
sabía, por lo que temía que si sus soldados dejaban de cobrar podían,
simplemente, marcharse. Y las comunicaciones y la logística en esa época
eran simplemente horribles. Pero Breda cayó tras un largo asedio.
Salvador de Bahía y Breda, dos victorias importantes contra los
enemigos holandeses. Quedaba la tercera, la definitiva. En noviembre de
ese año milagroso los holandeses y sus aliados los ingleses quisieron
devolver el golpe atacando a la propia Península Ibérica y, lo más
importante, atrapar el tesoro que venía de América e interrumpir el
comercio con las colonias. Es decir, un ataque a la espina dorsal del
imperio. Si no llegaban el oro y la plata de las minas americanas no
habría paga para los soldados que ganaron en Breda y en Brasil, y lo
ganado ese año se perdería.
El objetivo escogido fue Cádiz. Unos 10.000 soldados enemigos
desembarcaron para tomar la ciudad, pero estuvieron tan mal coordinados y
preparados que fueron repelidos perdiendo a muchos prisioneros y
barcos. Fue la guinda en el pastel del Rey Planeta.
Tres victorias para la historia
Salvador de Bahía, Breda y Cádiz. Tres batallas victoriosas para el
imperio que rápidamente iban a servir de propaganda para la política del
Conde-duque de Olivares de restaurar la reputación de la Monarquía.
Para ello mandó a tres pintores (Maíno, Velázquez y Zurbarán) que
retrataran las victorias en tres grandes lienzos con el objetivo de
exponerlos en el futuro Salón de Reinos, en el Palacio del Buen Retiro.
Para recordar a los enviados extranjeros con quién estaban tratando.
Todos los cuadros se terminaron y expusieron más o menos al mismo
tiempo, entre 1634 y 1635. Pero para entonces las tornas estaban a punto
de cambiar. Ese año el ambicioso e inteligente valido del rey de
Francia, el cardenal Richelieu, intervino directamente en la política
europea con el objetivo de debilitar y derrotar a los Habsburgo, sus
enemigos mortales, tanto en España como en Alemania en la Guerra de los
Treinta Años. Nuevos escenarios, nuevos enemigos, más gastos.
Así, en 1635 empezó la guerra entre Francia y la Monarquía Hispánica,
un reto que acabó por arruinar y derrotar definitivamente al imperio
que, además, en 1640 vio cómo en Portugal y en Cataluña surgieron dos
sublevaciones contra la política de Olivares de unificar los esfuerzos
de guerra.
En 1625 un muy joven Felipe IV vio cómo su reinado comenzaba con una
serie de victorias importantísimas que encajaban perfectamente en la
nueva ideología imperial que había ideado el Conde-duque de Olivares.
Pero no dejaron de ser victorias efímeras. Al final el imperio resultó
ser demasiado grande y la Monarquía Hispánica demasiado pobre.